14.7.06

contrastes mexicanos

Las primeras impresiones del D.F. no podían ser más contrastantes.

Me alojé en el hermoso departamento de una amiga de un amigo en la colonia Condesa, el barrio que está de moda (bastante parecido a Palermo), con muchos restaurants y bares y lounges y valets que estacionan autos en todos los locales. Y la primera mañana, fuimos con los fotógrafos a Tultitlán, una ciudad dentro de la zona Conurbada, al norte del D.F., que es un municipio con mucha pobreza y adonde fuimos a salirles al paso a los migrantes centroamericanos que viajan montados en trenes de carga hacia los EE.UU.

Como suele suceder en esta profesión, hablando con estos muchachos –casi todos más jóvenes que yo- al costado de las vías, me contaron mil cosas que no llegué a incluir en la nota. Una de las más interesantes fue que casi todos habían vivido ya en Estados Unidos. El único que no lo había hecho era un campesino hondureño de 31 que por fin se decidió a hacer el viaje hasta Nueva York tras cuatro años de insistencia de sus hermanos y primos que ya están allá, porque la familia se le agranda y las niñas ya van a la escuela (“una me dice que quiere ser licenciada, fijate”, me dijo, sonriendo) y aunque lo que gana con el cultivo de maíz y frijoles sí les alcanza para vivir con lo justo, no le da para progresar. Omar Morales se llama y fue el protagonista principal de mi artículo. La ironía del destino es que uno de los gastos que demandaba su terrenito y que no le permitieron seguir era comprar los caros fertilizantes y herbicidas (usaba Roundup, igual que los colonos en Misiones), que estimo son todos productos de multinacionales. Un Galeano a la derecha... ¿no?

Otro muchacho se había vuelto a El Salvador en enero, tras siete años en EE.UU., porque la madre le pidió que viniera antes de que ella fuera operada de urgencia. De 22 años, Carlos dejó a su esposa e hijita en su departamento en un suburbio de Atlanta, donde trabaja de pintor de casas, y como cualquier hijo de vecino que sale de Estados Unidos se tomó un avión. Desde El Salvador, la había llamado a la esposa a tratar de convencerla de que se volviera con la niña, para ya quedarse en su país. Pero ella le dijo: “Vente y trabajamos cuatro añitos más”, y lo convenció. Ahora, llevaba como dos semanas de viaje y ya lo habían deportado tres veces de México a Guatemala. (Cuando los arrestan en México, dicen ser guatemaltecos, para que no los deporten tan lejos y poder volver pronto; cuando los arrestan en EE.UU., dicen ser mexicanos). Carlos decía que la ropa, como su camiseta Ecko Unltd –una de las marcas hip hop en EE.UU-, ya le quedaba grande. “Ni mi esposa me va a reconocer”, me dijo.

Los muchachos estaban en Tultitlán porque ahí hay un patio de maniobras de trenes, donde llegan formaciones desde el sur y desde el norte. Habían llegado a la madrugada en un tren de Veracruz. A las tres de la tarde, con un sol calcinante, se subieron a uno que iba hacia San Luis Potosí, más al norte. Corrimos con ellos mientras iban subiendo, los fotógrafos para capturar la escena, yo para no quedar atrás y por la excitación del momento. Estuve a punto de saltar al tren, para ver qué se siente. Qué bueno tener la opción de hacerlo o de quedarse abajo, ¿no? Cuando todos habían subido, el tren se detuvo por unos minutos antes de empezar de una vez el viaje. Conversamos con ellos un ratito más y uno que no habíamos visto nos mostró una herida en carne viva arriba de la ceja, donde un policía o agente de Migración le había pegado con el caño de una pistola. Había sido dos días atrás, en una redada en que los agentes de la ley rodearon el tren mientras se detenía... y los migrantes empezaron a saltar a ver quién se escapaba. Según dijeron, sólo unos veinte zafaron, de entre varios cientos.

Omar, desde el techo de un vagón, me preguntó que cómo se llamaba el diario... Es que también tiene parientes en Nueva Jersey. Se lo dije a los gritos y al ratito empezó a moverse el tren. Nos despedimos, les deseamos suerte, realmente esperando que llegaran bien y se fueron perdiendo de vista en el tren larguísimo.

Ojalá algún día me lo encuentre a Omar en algún restaurant latino de Washington Heights o de Queens, así nos tomamos una cerveza y se puede reir de sus peripecias y contarme cómo van sus hijas en la escuela.

“Cuando llegamos allá”, me había dicho Moisés, uno que viajaba con un rosario celeste en el cuello, “ésta es una historia más que contamos”.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Sencillamente conmovedora!!

8:12 p.m.  

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