15.7.06

De porqué nunca querré volver a Coyoacán

Salí de Niu Shorc sabiendo que en tres días Argentina jugaba con México por octavos de final del Mundial. Junto con Daniel, otro argentino de novia mexicana, decidimos apostar por lo seguro e ir a alguno de los numerosos restaurantes argentinos en el D.F. para ver el partido arropados por el calor de los compatriotas futboleros. Yendo a un local llamado “Quilmes”, no podíamos fallar, supusimos. Error. Estaba lleno de mexicanos y los argentinos éramos como cinco o seis.

Viví de los peores cuatro minutos de mi vida futbolera en lo que Argentina se demoró en empatar y luego, por el resto de los 120 minutos, tuvimos que soportar a un mexicano prepotente y canchero (jaj, sí, como lo leen), que se la pasó imitando malamente el acento argentino en voz alta para quejarse del árbitro, de las simulaciones de los jugadores argentinos (“¡Clavadito, che!”, decía el muy idiota) y de todo lo demás. Eso sí, no escuché que dijera: “¡Chupate esa mandarina!” o “¡Qué golazo, che!” cuando Maxi Rodríguez los dejó afuera del Mundial.

En Argentina, donde es raro que gente de dos equipos pueda ver el partido en paz en un bar, la actitud del señor éste le hubiera merecido unas cuantas trompadas. Pero en México, la gente no se lo toma tan a pecho y nosotros no nos desubicamos, aunque sí gritamos ese gol con toda la garganta.

Unos días después, la situación empeoró. Estábamos con La Novia del Puma en Coyoacán, un barrio en el sur del D.F. y terminamos viendo el partido con Alemania en un Sanborns (una cadena nacional de restaurantes bien arregladitos, donde las mozas están de traje típico). Otra vez, el lugar lleno de mexicanos y, otra vez, todos haciendo fuerza por el rival de Argentina. Se entiende, porque estaban calentitos por la eliminación, pero me late que ni necesitaban esa excusa para desearnos lo peor. Lo que es justo es justo, me digo yo, y por algo los argentinos somos los más odiados en todo el continente.

Creo que fui el único que gritó el gol de Ayala. Y el empate hizo estallar al restaurant. Obviamente, en ese contexto, no tenía nada de optimismo para los penales. Y así nos fue. La depresión pos-Mundial (un síndrome que ataca a argentinos varones de distintas edades y extracción social desde 1994) debió ser disimulada mientras hacíamos turismo el resto de la tarde, pero sus síntomas se hicieron sentir con dureza luego.

A la tarde siguiente, Zidane y sus amigos se encargaron de aliviar mi pena al depositar en un similar estado de miseria emocional a mis amados –excepto en el fútbol- vecinos de Brasil. “Tristeza nao tem fim”, pero tiene consuelo, jeje...

0 Comments:

Publicar un comentario

<< Home