3.8.06

el bondi del demonio

Mi llegada acá fue una auténtica peripecia. Salí anoche de Flores a las 9.30 p.m. en un bus de segunda a Guatemala. No hay manera de ir en bus al oeste del país desde el norte sin pasar por la capital en el centro, según parece.

El viaje fueron nueve horas en un bondi viejo y hecho pedazos -en especial mi butaca- y sin el prometido aire acondicionado. Me la aguanté igual, pero después del calurón de Flores, no hubiera venido mal.

En un momento, subió la Policía a pedir documentos. Justo el chabón eligió mi fila, porque éramos varios con cara de extranjeros. Sólo que los otros, serían sospechosos de ser inmigrantes, supongo. Como para dejarme tranquilo, se disculpó diciendo que lo hacían porque había habido mucho crimen en los buses. Glup.

Sucio, mal dormido y serio como perro en bote, llegué antes del amanecer, así que me quedé en la terminal hasta que hubiera luz y pudiera salir a buscar la otra terminal, de donde salen los buses al oeste. (En la mayoría, creo, de las capitales centroamericanas cada línea o destino tiene su propia terminal).

Me tomé un colectivo urbano y confié en el chofer, que me dejó en una parada en una esquina de donde salían buses ex escolares yanquis para todos lados. Ahí comenzó la carrera contra la muerte.

Me convencieron de tomarme un bus a Los Encuentros para conectar a Panajachel, mi supuesto destino. Fueron dos horas al palo en uno de esos colectivos, lleno hasta que íbamos tres por asiento doble en algunos tramos, a toda velocidad por la autopista, pasando camiones por el carril contrario en curvas de montaña (no es joda) y lanzándose en picada hacia la banquina -no importa quién venga por la derecha- para recoger pasajeros. (Perdonen los colores de la foto, es el fotómetro de la cámara que está muriendo).

El equipo demoníaco lo constituían el chofer y dos secuaces que desde el estribo iban a los gritos y chiflidos y bocinazos: "¡QuiCHEEEEEE, Los En-CUEEEN-tros"... Arreaban a la gente para subir y bajar, uno le chiflaba a los vehículos que íbamos a pasar para que frenaran antes de que chocáramos con el camión o colectivo que venía en sentido contrario, o si no, sostenía la palanca de cambios, que parece que le fallaba la tercera, el otro cobraba, saltaba al techo para subir o bajar paquetes, todo esto sin dejar de bromear, discutir por la música y hablar por teléfono con algún coordinador de la flota maléfica.

En un momento, cerramos tan feo a un colectivo rival para tomar unos pasajeros que el otro chofer tocó la bocina en tono calentón y los pibes se apuraron a sacar de abajo de un asiento y dejar a mano en el piso un tremendo garrote de los de probar las gomas. El otro nos respiraba en la nuca y parecía que iba a haber una buena trompeadura en la banquina (¿Qué debe hacer un pasajero leal en estos casos? ¿Agarrarse con los pasajeros del rival?).

Pero en eso un control policial los hizo parar a los dos y los pibes se bajaron con los papeles del coelctivo y algo de plata para coimear al cana, lo que hicieron con celeridad, poniéndole los billetes bajo el brazo doblado con que sostenía el diario. Luego, subieron y rajamos del rival furibundo, que tardó más en dar explicaciones a la ley.

"Nos salvó la policía", dijo uno de los pibe, y desde allí, bajaron a los pasajeros casi sin detenerse para ganarle tiempo al otro.

Después de semejante experiencia, me tomé dos colectivos más. Parece que cada vez que pedía ir directo a algún lado, me mandaban al que era con conexión. (Juro que te mienten. Les preguntás: "¿Panajachel?". Te dicen: "Sí, pásele adelante". Después, te vienen con: "Se tiene que bajar acá, que pasa el que va a Panajachel". Y así...)

Finalmente, una media hora en lancha a través del hermoso lago Atitlán, con volcanes y tremendas casas en la costa, y llegué a San Marcos (no sin antes pelear el precio porque me di cuenta de que me estaban por cobrar el doble de la tarifa local. Igual pagué 15 quetzales en vez de 10). Eran las 12 del mediodía, 14 horas y media de viaje.

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